viernes, 14 de diciembre de 2007

Había una vez (o tal vez más)

Había una vez una pequeña semilla que vivía junto a su árbol-madre en un gran bosque. Allí la vida era exquisita. Tenía toda el agua y todos los nutrientes que le eran necesarios para desarrollarse. El sol era radiante y confortable, mas no excesivo: los mayores la protegían con su sombra. Las aves cantaban todo el día con sus melodiosas voces, cosa que la alegraba de sobremanera. La madre se mostraba feliz ante la actitud de su hija, y le dijo que algún día tendría las flores más lindas del bosque, porque es sabido que la música desarrolla las mejores características en las plantas. Aunque bueno, competencia no le haría falta: allí los árboles florecían como en ningún otro sitio en el mundo, su belleza era incomparable. En fin, no podía haber un mejor lugar para vivir que allí.

Un día, mientras ella y su madre jugaban, llegó un ser extraño haciendo mucho ruido con una máquina. De repente, varios de los árboles alrededor de ellas comenzaron a desplomarse. Al ver esto, el árbol-madre le dio a su hija-semilla una gran ración de nutrientes y la soltó al viento, para que fuera a germinar en alguna parte lejos del peligro. La semilla se entristeció mucho con la separación de su madre, y ni siquiera tuvo tiempo de despedirse. Ese día hacía mucho más viento de lo usual, así que se alejó a gran velocidad.

Viajó durante largo tiempo, y llegó a un lugar donde no se veían muchos árboles. De hecho, era un lugar extraño, habitado por seres similares a aquel que había visto cuando se despidió de su madre. Además, no había tierra en nigún lado. Todo el suelo estaba cubierto por una masa gris, algo que nunca había visto en su vida. Al fin, el viento cesó y depositó a la semilla entre unas piedras. No se dejó intimidar, y a como pudo, la semilla germinó y enraizó entre los oscuros recovecos de la roca. Utilizó los nutrientes que su mamá le donó y así pudo desarrollar sus primeras hojitas y salir a la superficie.

El lugar donde germinó no le parecía nada agradable a la semilla. Estaba rodeada de esos seres extraños que pasaban en máquinas ruidosas a gran velocidad. Pocos árboles se encontraban cerca, y ninguno de ellos parecía tener la menor intención de mostrar sus mejores galas, como si estuvieran tristes. No exhibían flores muy coloridas ni muchas hojas. Las raíces de estos árboles se encontraban encerradas en pequeños espacios, entonces no podían crecer mucho, y esa era la razón por la que muchos morían al ser partidos a la mitad por el viento. Tampoco había nadie ya que protegiera a la semilla del sol. Y la música de ese lugar la perturbaba: el canto de los pájaros había sido reemplazado por unos chirriantes sonidos que emitían las máquinas.

A duras penas, la semilla logró convertirse en un pequeño árbol, alimentándose con los nutrientes que conseguía de la lluvia y de sus propias hojas caídas, tratando de sobrevivir a toda costa. Y cuando llegó el verano, se esforzó y floreó lo más que pudo. Y también liberó tantas semillas como sus limitaciones le permitieron. No le importó las pobres condiciones en las que se encontraba ni haber crecido en aquella fría piedra, sin haber tocado ni una sola vez el suelo.

Así continúa floreando todos los veranos nuestra protagonista, aunque cada vez con más dificultad. Y libera sus semillas al viento, orgullosa, con la esperanza de que algún día alguna de su progenie pueda regresar y germinar en el gran bosque donde ella nació.



Esta es una historia real. Bueno, el árbol si existe, la historia me la imagino de esa manera. Así que la próxima vez que transiten por la Autopista Interamericana, como un kilómetro antes de llegar al cruce de Manolos, saluden al poró-poró que está enraizado sobre una piedra al lado izquierdo de la carretera (en dirección norte).
Y dejen de talar, güevones!! jaja. Más bien siembren cuantos árboles puedan, que hasta en las piedras estan dispuestos a crecer.

1 comentario:

Unknown dijo...

Nelson ese cuento está excelente!! me gustó un montón!!!!!!!!